sábado, 4 de octubre de 2008

El Hoyo y nosotros


Si vemos hacia atrás en la historia reciente de Latinoamérica, encontraremos que el pueblo, ante la carencia de cauces normales y democráticos, se desborda en la expresión de su voluntad y obliga a sus gobernantes a dimitir de sus cargos; Argentina, Ecuador y Bolivia son sólo los ejemplos más saltantes de esa verdad. En el Perú, a nivel de gobierno no hemos tenido esa experiencia, al menos desde 1980, pero es preocupante que cada vez más la población se esté desbordando en su forma de expresión, protagonizando episodios lamentables para la democracia.

Recordamos el caso de Ilave (Puno) cuyo pueblo, en una revuelta descontrolada, mató a su Alcalde. Hemos sido testigos, recientemente, de los sucesos de Oyón (Lima) en los que sus pobladores llevaron a su Alcalde a la plaza de la ciudad y lo obligaron a renunciar, antes de la renuncia el pueblo había tomado el local Municipal argumentando que el Alcalde no había cumplido sus promesas electorales de hacer obras, el pueblo se enfrentó a la policía y logró mantenerse en poder del local, luego su Alcalde, debe suponerse que para reestablecer la autoridad, recuperó el municipio y ante ello el pueblo nuevamente se organizó, violentamente recuperó el local y haciendo huir a la policía, condujo a su Alcalde a la plaza donde fue obligado, bajo amenaza de su vida, con dejar el cargo.

Si a este hecho reciente le sumamos aquellos protagonizados en Moquegua o en varios poblados de nuestra selva, no queda otra alternativa que preguntarse ¿qué es lo que está pasando?

Encuestas recientes arrojan un resultado preocupante respecto a la credibilidad de los dirigentes políticos actuales, esas mismas encuestas nos dicen que la credibilidad del gobierno también está por lo suelos; ya no es novedad que la credibilidad del poder ejecutivo y del poder legislativo ya no pintan; lo propio sucede con el poder judicial. En pocas palabras el Estado está desprestigiado, quienes lo dirigen y representan no gozan de credibilidad alguna y, finalmente, el Estado formal está deslegitimado.

Ese mismo desborde de Ilave o de Oyón puede tener réplicas mayores a otro niveles de gobierno o de los poderes del Estado, no es del caso decir que ellas incluso puede ser políticamente aprovechadas por algunos sectores; pero lo que sí debemos tener clara conciencia es que quienes tenemos la oportunidad de ocupar cargos públicos (en mi caso la magistratura) no debemos dar tregua ni posibilidad de avance al descrédito de nuestras entidades públicas, no debemos – desde ningún punto de vista – dar motivo para deslegitimar nuestra función; si acaso bajamos la guardia en nuestro comportamiento leal al deber y a la honestidad, estaremos dando lugar, sin duda alguna, a que la población, dirigida, planificada o espontáneamente ingrese, cualquier día, donde laboramos y busque despedirnos, así de simple, de nuestros empleos, al margen de las formas y modos legítimamente establecidos para ello, utilizando el lenguaje de la violencia.

El poder que reside en cada magistrado del Poder Judicial viene y tiene su origen en el pueblo, al menos eso es lo que dice la Constitución; el de un legislador igual viene del pueblo, lo propio en los alcaldes, en los regidores, en los presidentes regionales, sin dejar de mencionar al Presidente de la República quienes reciben el poder en forma directa y por voto popular.
La única forma de lograr legitimar los poderes y entidades del Estado, es el buen comportamiento de quienes lo representan e integran en cualquiera de sus niveles, cumpliendo el deber que implica y comprende cada una de las funciones públicas encomendadas, esa es la forma de cómo podemos evitar caer en el hoyo del desprecio e incomprensión del pueblo. Si acaso no lo hacemos, no nos quejemos luego que un mal día toquen a la puerta de nuestras oficinas y nos inviten a salir y ante tanto grito y violencia tengamos que salir, caballero nomás.