viernes, 14 de febrero de 2014

Entre Claudio II y San Valentín ¿quién tenía la razón?

Querida Sofía:

Acepta mis disculpas por esta carta tan extemporánea como inoportuna, pero siento que te la debo enviar, de todos modos hija mía.

A mí la verdad es que los días, todos sin excepción, me parecen iguales; somos nosotros quienes en esa absurda pretensión de apoderarnos del tiempo le hemos puesto nombres, lo hemos agrupado, lo contamos, lo añoramos e incluso deseamos saber que nos depara. Lo único diferente, hija mía, en las estaciones, los años, los meses, los días, las horas, los minutos y los segundos es lo que tú puedas hacer en tu vida – que cronológicamente es finita – y lo que motives que otros hagan con la suya (como padre aspiro a que seas líder), pues mira que la naturaleza hace lo suyo, pues en las estaciones el calor puede ser más o menos intenso, las hojas no caen igual, las flores y animales no son los mismos, el frio puede ser más crudo. La humanidad siempre ha salido airosa de las travesuras de la naturaleza, y tú Sofía eres una humana preciosa.    

La leyenda cuenta que Claudio II, emperador de Roma, vía decreto prohibió que sus soldados se casen pues consideraba que para el servicio, solteros eran mejores que casados al no tener vínculos conyugales y familiares propios. Pese a dicha prohibición, San Valentín, que era sacerdote en esa época, casaba a los soldados que así lo deseaban desacatando la disposición imperial, seguramente porque creía que el matrimonio no era lo que el emperador sostenía y porque los soldados tenían la esperanza – no creo que la certeza – de volver con vida e íntegros de la guerra, pues no creo que alguien en su sano juicio quiera dejar una viuda y decir amar a su esposa y peor si deja hijos, claro que la esposa de un militar sabe que eso sería posible, pero tendrá que armarse de valor para no volver a ver al ser amado y recién casado, o recibirlo sin un pie, sin un ojo o un sin un brazo, o de repente loco, en todo caso bien le haría leer “El amante de Lady Chatterley” de D. H. Lawrence, para irse preparando o tener la remota esperanza, si hay hijos de por medio, que todo termine como en la película “Pearl Harbor” (2001) donde sí hubo plan B.

La vida, hija mía, es prácticamente un campo de batalla o al menos en eso la hemos convertido; la lucha por estar bien en ella, ya no digamos por triunfar y tener éxito, empieza cada vez más temprano; los padres, por ejemplo, dejan a sus hijos cada vez más pronto en manos de otras personas para que los eduquen, para que los cuiden, ¿te acuerdas que estuvimos un día y por la tarde en un parque en Lima y vimos como los niños y los perros estaban siendo cuidados por nanas?. Hoy en día los niños son tan intocables como inmaculados, son todas unas piezas de loza china, ver pero no tocar.

Eres mujer, hija mía, te imaginas encontrarte en la vida con uno de esos niños que a pesar de ser hombres aún tienen la viscosidad del huevo o la leche de la mamá en sus cachetes, que piensan que el perro es su hermano, que quieren más a la nana que a su madre, que un deseo se le convierte en realidad sin siquiera desearlo o de esforzarse por él. O lo que de repente es peor, uno de esos que no diferencia entre una caricia o un lapo (cachetada en términos light), pues su padre le hizo ver cotidianamente como esas dos palabras son sinónimo – todo un Brutus – y que a pesar de ello son grandes señores, profesionales, profesores y decentes con un aire de cool criollo y cosas así, pues no menos cierto es, hija mía, que como dice Savater: “También en los países democráticos y desarrollados a menudo los más pequeños pagan en la intimidad del hogar agobios y frustraciones de quienes deberían cuidarlos con la alegría que hace madurar[1]. Más vale que a esa guerra – hija mía – esos vayan solos a su propia guerra, déjalos ir apenas los escanees de pies a cabeza.  

Pero mira que el decreto de Claudio II se hizo – como siempre – en función de los varones, no en función de las damas. Entonces, invirtamos eso e imaginemos que la prohibición diga: las damas que se apresten a ir por la vida, tienen prohibido casarse. ¿Qué dirías tú?, no lo sé, pero a como van las cosas yo le apuesto a Claudio II, pues el matrimonio es como la lotería, que te toque un buen hombre como esposo es como uno en millones, o como hallar una aguja en un pajar. No desearía que te encuentres con un pegaloco o pegalón, con un hijito de mamá o engreído de pacotilla, con un bueno para nada, con un mediocre, con un egoísta y materialista o con un mal criado o mal educado, que abuse de tu amor, de tu cariño, de tu entrega, de tu trabajo, de tus éxitos (si acaso lo permite) y encima que de todo eso te enteres después del sí. No, no hija, si es así entonces mejor vas por la vida sola que mal acompañada.

Pero que tendrás que elegir llegado el momento tendrás que elegir y entonces deberás recodar que uno está en aquél lugar y momento en función de sus decisiones, pues donde elijas estar y hasta donde decidas llegar allí estarás hija mía. Aunque no debes perder de vista lo que le dijo la madre de Forrest “la vida es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar

El otro día vi en un noticiario a una pareja de jóvenes universitarios totalmente felices. Lo extraordinario del caso era que ella salía – con éxito – de un trasplante de corazón y declaraban ante el reportero que se amaban y continuarían amándose. Él estuvo en todo momento al lado de ella en ese difícil trance de la vida. Muchas veces escucharás que unos dicen que hay que enamorarse con el corazón, y otros que con el cerebro, los terceros le asignan a esos extremos un porcentaje menor: 80% con el corazón, 20% con el cerebro y viceversa cuando no otros porcentajes, qué conflicto ¿no?; bueno, luego de esa noticia siento que uno debe enamorarse con el cerebro y probado está que no con el corazón, pues de ser así, la chica del trasplante ya habría dejado de amar al chico, e incluso si lo amaba en función de un porcentaje del corazón lo habría dejado de querer un tanto por ciento, pues el otro tanto se habría ido con el músculo descartado, es decir, al tacho de manera irremediable y peor si el corazón tiene memoria, lo que es imposible, por cierto.

Si te enamoras con el corazón o con el cerebro es decisión tuya, me encargaré de decírtelo; el decreto de Claudio II está vinculado, creo, al cerebro y buenas razones hay para ello; la clandestinidad de las uniones celebradas por San Valentín estuvieron vinculadas – creo – al corazón.

Bueno Sofía, llega el momento de terminar esta carta. Siento que debo decirte que el amor empieza por amarte a ti misma, sé consciente de lo que eres como ser irreductible y diferente a todos, pero lucha siempre porque te traten sin discriminación – recuerda que eres andina –; lucha siempre contra la arbitrariedad – así esta venga de quienes por quererte, podemos quererte mal –; no dejes de amarte, que tu autoestima – que debe ser como un diamante – no sea desportillada por alguien que sabe el diablo como habrá sido criado y educado – que podría ser quien elijas como pareja –; espero que sepas que en la vida – como cuando uno tiene en manos un libro – debe parar de leerlo cuando la historia no va, o no nos llena, o no nos intriga, o cuando estemos cansados porque la historia es aburrida, y le pone un marcador para continuar y si no continuas con la lectura es porque ese libro debe quedar allí porque no te interesa más.

Recuerda esa canción de Shakira “Siempre supe que es mejor, cuando hay que hablar de dos empezar por uno mismo, ya sabrás la situación aquí todo está peor pero al menos aún respiro, no tienes que decirlo, no vas a volver, te conozco bien ya buscaré qué hacer conmigo.” y a Dios le pido que siempre sepas que hacer en tu vida y contigo Sofía, allí radica la esencia de tu nombre.
A la vida le pido te dé el suficiente insumo para decidir si Claudio II o San Valentín tenían la razón, espero le des al blanco, pero para ello como dice el buen Silvio en una hermosa canción: “Yo te quiero libre, libre y con amor”. Si me permites, yo voto por Claudio II.
Hasta la próxima Sofía mía.





[1] Savater, Fernando. “Figuraciones mías. Sobre el gozo de leer y el riesgo de pensar”, Ariel 2013, p. 95