sábado, 17 de enero de 2009

El rey calato

Sentarse con un niño o una niña de cuatro años, que aún no conoce, por ejemplo, qué es quemarse, o un imán o un cuento, es una experiencia apasionante; yo he tenido, por triplicado esa experiencia, es decir, tengo tres hijos que fueron conociendo, ante mi asombro, hechos o cosas de la vida. En esta navidad, Sofía, mi hija de cuatro años, ha conocido lo que es quemarse y lo aprendió, nada más ni nada menos, que con una luz de bengala que acaba de apagarse y que me la quiso pasar para jugar con otra frente al nacimiento; ha conocido también los fuegos artificiales que Franco, su hermano mayor y con mi ayuda, prendió en la noche buena y en la de año nuevo, a esa experiencia Sofía le llamó “espectáculo”; ahora que ve en la plaza de San Sebastián un castillo pirotécnico le dice “espectáculo”.

El “Traje nuevo del Emperador” es un cuento clásico de Hans Christian Andersen que la pequeña Sofía, mi hija de cuatro años de edad, lo ha rebautizado, muy a la peruana y desde su perspectiva infantil como “El rey calato”.

Si bien el cuento hace alusión – en su título – al traje nuevo del emperador eso es una inexactitud, pues en el cuento el traje no existe, y que el Rey haya salido a la calle fingiendo vestir un nuevo e imponente traje que, además de él, sus acólitos afirman existe, no hacía sino dejar al rey tal y como vino al mundo en medio de la calle y del gentío que se había congregado para verlo pasar.
En el cuento llegan dos bribones al pueblo haciendo creer que son confeccionistas de trajes y que los que hacen son invisibles a los tontos e incompetentes, entonces, nadie se atrevió a decir que no veían los trajes que confeccionaban, pues temían ser tomados por tontos o incompetentes. Esa noticia le llegó al rey y éste, mediante uno de sus súbditos, contrató a los confeccionistas para que le hicieran un traje por el que pagó un buen dinero. El rey era muy vanidoso y gustaba de vestir bien y lucir trajes nuevos cada día. Los bribones empezaron a hacer el traje y los emisarios del rey le aseguraban que habían visto el avance de la confección y que el traje sería maravilloso, en realidad lo decían, pese a no ver visto nada, para evitar ser llamados tontos o incompetentes. El rey que andaba muy preocupado por el traje envió a uno de sus altos funcionarios para verificar la obra y éste también le aseguró haber visto el traje, por el mismo temor a ser considerado tonto o incompetente. Cuando por fin el rey acudió donde los bribones y se probó el traje, todos los cortesanos que lo acompañaban afirmaban ver el traje, pese a que el rey no llevaba puesto nada, por temor a ser considerados tontos o incompetentes; el mismo rey, pese a no ver nada en su cuerpo, afirmaba estar llevando un traje hermoso y esto lo hacía para que no lo tomen por tonto o incompetente.
Finalmente, cuando el rey sale, rodeado de su corte, a la calle, vistiendo el inexistente traje, todo el pueblo se persuade que el rey llevaba un traje hermoso por el mismo temor de ser considerados tontos o incompetentes, hasta que un niño levanta la voz para decir que el rey no llevaba puesto nada y es cuando el padre de ese niño exclama que se escuche la voz de la inocencia y que se vea que el rey estaba sin vestido alguno y así aparece el rey en el cuento que Sofía lee en la computadora y en su librito guía.
Sofía tenía razón, pues estuvo entre ese gentío y en mis brazos cuando leímos el cuento y pudo ver que el Rey no tenía ropa ¡estaba calato!. Para Sofía, quien no tiene ropa, no es que tenga un traje invisible a los ojos de los comunes, sino que únicamente está calato y punto, pero en el cuento, a raíz de la expresión inocente de un niño se ve que el rey no tenía puesto nada en su cuerpo.
Para el niño del cuento el rey no tenía lo que todos decían que tenía puesto y así todos pudieron decir, sin temor a ser tomados por tontos o incompetentes, que el traje no existía; pero para Sofía, desde otra perspectiva, ese no era el punto, es decir, que el traje que todos por temor decían que existía no existía, sino que el rey estaba sencilla y francamente calato.
Estas dos perspectivas no son las mismas, me explico, si llegamos a la conclusión de afirmar que el traje que todos decían – aunque por temor – que el rey llevaba puesto no existe, estamos dejando de lado el temor de seguir con una falsa verdad; en cambio si decimos – como Sofía – el rey está calato, lo que en realidad estamos haciendo es decirle al rey su realidad y la verdad sobre él y no sobre lo que todo el mundo dice que tiene. Una cosa es decirle al rey no tienes ropa puesta y otra muy distinta es decirle “oye, rey estas calato”.
Hay una forma de gobernar que requiere rodearse de personas sumisas al gobernante, personas que sin ninguna capacidad de resistencia se limitan a cumplir a pie juntillas lo que diga el jefe o informarle sólo aquello que le sea grato al oído. Somos también proclives a presumir saber aquello que realmente ignoramos o que no conocemos al detalle, pero pese a ello nos mostramos como que lo sabemos, todo con el afán de evitar que nos crean tontos o incompetentes.
Cuánto es que hemos olvidado ser como el niño del cuento que no tiene el temor social de ser tomado por tonto o el temor profesional de ser llamado incompetente, sino que sin fingir dice la verdad desde la perspectiva de la inocencia, desde la ausencia de prejuicios o apariencias. El rey no tiene ropa.
Pero a través de ese cuento y desde la perspectiva de Sofía he aprendido, no la sinceridad de la inocencia que por tenerla a sus cuatro años Sofía la ejerce sin ningún reparo – que envidia –, sino a decir que, quien no tiene lo que dice tener o que dicen que tiene, o quien ostenta lo que no es, pese a que todos dicen que es, en realidad está calato física y espiritualmente.
Gracias Sofía por haberme hecho entender el cuento el “Traje nuevo del emperador” de Hans Christian Andersen e incluso a analizar que el nombre no refleja el verdadero sentido del cuento: una cosa es decir que el rey no tiene nada de lo que dicen que tenía puesto y, otra es saber que el rey está calato y decírselo sin reparo alguno.
Es tiempo de ser lo suficientemente inocentes para aprender – como los niños – aún las cosas que no sabemos y que el adulto pesado que llevamos dentro nos hace presumir saber; es tiempo de tener el valor de la sinceridad de la inocencia de los niños para expresarnos sin eufemismos, llamando al pan, pan y, al vino, vino; ya no hay más tiempo para decir que trabajamos cuando en realidad no lo hacemos con el rigor que debiéramos hacerlo; ya no es tiempo de atribuirle alguna cualidad a algo o a alguien cuando en realidad no la tiene. No creo que sea tiempo de entregar en concesión nuestra inocencia e hipotecar nuestra capacidad de indignación.
Hans Christian Andersen, acepta mis disculpas en nombre de Sofía, pero tu cuento pudo haberse llamado, de mejor manera y a la europea, “El rey desnudo” en lugar de “El traje nuevo del emperador” y porque para otro niño – como Sofía –, en mis brazos, lo renombró como “El rey calato”, así de simple.

domingo, 11 de enero de 2009

Eso en tu frente

El otro día de lluvia estuve sentado sobre la cama junto a Sofía, mi hija de cuatro años, ella miraba en la televisión su video de dibujos animados y yo, en la computadora, vía internet, una entrevista a Fernando Savater[1]. De pronto Sofía me señaló la frente de Savater en la pantalla de la computadora y me dijo, “mira papá él también tiene eso en su frente al igual que tú” cuando aún no entendía lo que quería decir, a la par de sus palabras el dedo índice de la mano derecha de Sofía estaba ya en mi frente señalando esas líneas que se delinean en nuestra frente y que te acompañan hasta cuando mueres y que comúnmente se conocen como arrugas.
Lo que siguió fue, de seguro, una pregunta que Sofía fue elaborando en base a la observación de mi frente en todos aquellos actos cotidianos que hacemos juntos: ¿por qué tienes eso en la frente?, esa además es una de la mil y una preguntas que me viene haciendo y que me hará Sofía durante mis mil y una noches y para responderlas más me vale estar bien despierto, porque con los hijos es como eso de manejar un auto, uno pestañea y zas... me estrello. Estoy convencido que Sofía forma parte de ese ejército de enanos de los que nos canta Silvio Rodríguez, evocando su niñez “Cuando yo era chiquito todo quedaba cerca cerquita, para llegar al cielo nomás bastaba una subidita. El sueño me alcanzaba para ir tan lejos como quería, cuando yo era chiquito yo si podía.” o de aquellos locos bajitos a los que canta Joan Manuel Serrat, refiriéndose a sus hijos “Esos locos bajitos que se incorporan con los ojos abiertos de par en par, sin respeto al horario ni a las costumbres y a los que, por su bien, (dicen) que hay que domesticar.”
Bueno, eso que ves en mi frente, Sofía, en efecto son arrugas que la genética puso en mí sin pedir mi opinión y que conforme voy por este mundo, si te das cuenta se van acentuando y cuando me asombro o cuando me enojo y si acaso no te has dado cuenta aún, se disipan cuando estoy tranquilo, alegre o durmiendo. No voy a negar que, de acuerdo a algunas fotos que guardamos tu mamá y yo, esas arrugas existían antes que aparezcan por este mundo tus hermanos, es decir, las tuve ya a los quince o dieciséis años y con toda seguridad a los veinte. Lo que si he notado es que esas arrugas se han ido acentuando así como un subrayado de los pensamientos que a lo largo de mi existencia he ido elaborando sobre la vida.
Pero lo que sí debo decirte, Sofía, es que esas arrugas son como una suerte de capa geológica que da testimonio de muchos detalles de cada una de las épocas por las que nuestro planeta ha transitado; sí estoy consciente que muchas de esas arrugas en mi frente van con los momentos vividos por tu padre, cuando nacieron tus hermanos, por ejemplo, me asombré tanto que acentúe mis arrugas, pero, sumados esos dos asombros no son nada con el que tuve cuando tú naciste y te vi salir del vientre de tu madre; ahora sabes que la acentuación de mis arrugas por las que a veces haces correr tu dedo índice derecho se las debo a tus hermanos y a ti.
Pero algunas veces también, cuando tu madre y yo empezamos a caminar juntos, había muchas preocupaciones, muchas incertidumbres, muchos enojos y pensamientos pesimistas que fueron haciendo aquello por lo que ahora preguntas; pero también he notado que las arrugas en mi frente se marcan aún más cuando sonrío y te veo haciendo alguna travesura.
Alguna vez fui niño, Sofía, como un enano o un loco bajito, de los que cantan Silvio y Joan Manuel, en ese momento mi frente no tenía ninguna arruga, te lo aseguro, todo fue felicidad y alegría y el hecho de ser niño muchas veces contrarrestó la posibilidad de arrugar la frente; cuando vas creciendo, cuando los problemas empiezan a ser tuyos y el niño que tenemos dentro no es más que un recuerdo, los asombros, los enojos y las frustraciones, muchas veces, van calando nuestra frente, que considero es un reflejo del espíritu que llevamos dentro.
Así como a tus cuatro años ya notaste las arrugas de tu padre, con el tiempo irás también notando su vejez y en algunas ocasiones serás la causa no sólo de algunas más, sino también de esas canas que la gente dice que van saliendo conforme salen también los problemas. No sé si lo que me des sean precisamente problemas, pero de seguro sí preocupaciones; el encargo que Dios me ha dado de cuidarte y hacer que seas una mujer de bien, es una misión de la que espero salir bien, aunque de seguro con muchas arrugas de las que tendré que dar cuenta al final de mi vida.
A tus cuatro años, Sofía, tu frente es ajena a cualquier arruga, espero que la genética no haya hecho bosquejos de ellas y que los asombros y enojos que tengas en la vida no calen tanto como para hacer los surcos que yo tengo en la frente. No sé aún que caminos tendrás que andar, pero por donde vayas no te olvides de ir dejando, como Hansel y Gretel, esas miguitas para marcar el retorno en el camino aunque sepas que los pájaros se las coman; pero de todos modos recordarás mis arrugas, muchas de ellas las habrás visto luego de aquellas conversaciones que tendremos en esta vida, sobre lo que estudiarás, sobre tu trabajo, tus preocupaciones y, de seguro, cada respuesta mía o conclusión se habrá reflejado en aquellos surcos que ahora ayuda a delinear tu dedo índice y que con algún asombro observas.Pero eso, Sofía, como dice Serrat, con relación a los hijos que “Nada ni nadie puede impedir que sufran, que las agujas avancen en el reloj, que decidan por ellos, que se equivoquen, que crezcan y que un día nos digan adiós.”
[1] Filósofo español contemporáneo.