Sentarse con un niño o una niña de cuatro años, que aún no conoce, por ejemplo, qué es quemarse, o un imán o un cuento, es una experiencia apasionante; yo he tenido, por triplicado esa experiencia, es decir, tengo tres hijos que fueron conociendo, ante mi asombro, hechos o cosas de la vida. En esta navidad, Sofía, mi hija de cuatro años, ha conocido lo que es quemarse y lo aprendió, nada más ni nada menos, que con una luz de bengala que acaba de apagarse y que me la quiso pasar para jugar con otra frente al nacimiento; ha conocido también los fuegos artificiales que Franco, su hermano mayor y con mi ayuda, prendió en la noche buena y en la de año nuevo, a esa experiencia Sofía le llamó “espectáculo”; ahora que ve en la plaza de San Sebastián un castillo pirotécnico le dice “espectáculo”.
El “Traje nuevo del Emperador” es un cuento clásico de Hans Christian Andersen que la pequeña Sofía, mi hija de cuatro años de edad, lo ha rebautizado, muy a la peruana y desde su perspectiva infantil como “El rey calato”.
Si bien el cuento hace alusión – en su título – al traje nuevo del emperador eso es una inexactitud, pues en el cuento el traje no existe, y que el Rey haya salido a la calle fingiendo vestir un nuevo e imponente traje que, además de él, sus acólitos afirman existe, no hacía sino dejar al rey tal y como vino al mundo en medio de la calle y del gentío que se había congregado para verlo pasar.
En el cuento llegan dos bribones al pueblo haciendo creer que son confeccionistas de trajes y que los que hacen son invisibles a los tontos e incompetentes, entonces, nadie se atrevió a decir que no veían los trajes que confeccionaban, pues temían ser tomados por tontos o incompetentes. Esa noticia le llegó al rey y éste, mediante uno de sus súbditos, contrató a los confeccionistas para que le hicieran un traje por el que pagó un buen dinero. El rey era muy vanidoso y gustaba de vestir bien y lucir trajes nuevos cada día. Los bribones empezaron a hacer el traje y los emisarios del rey le aseguraban que habían visto el avance de la confección y que el traje sería maravilloso, en realidad lo decían, pese a no ver visto nada, para evitar ser llamados tontos o incompetentes. El rey que andaba muy preocupado por el traje envió a uno de sus altos funcionarios para verificar la obra y éste también le aseguró haber visto el traje, por el mismo temor a ser considerado tonto o incompetente. Cuando por fin el rey acudió donde los bribones y se probó el traje, todos los cortesanos que lo acompañaban afirmaban ver el traje, pese a que el rey no llevaba puesto nada, por temor a ser considerados tontos o incompetentes; el mismo rey, pese a no ver nada en su cuerpo, afirmaba estar llevando un traje hermoso y esto lo hacía para que no lo tomen por tonto o incompetente.
Finalmente, cuando el rey sale, rodeado de su corte, a la calle, vistiendo el inexistente traje, todo el pueblo se persuade que el rey llevaba un traje hermoso por el mismo temor de ser considerados tontos o incompetentes, hasta que un niño levanta la voz para decir que el rey no llevaba puesto nada y es cuando el padre de ese niño exclama que se escuche la voz de la inocencia y que se vea que el rey estaba sin vestido alguno y así aparece el rey en el cuento que Sofía lee en la computadora y en su librito guía.
Sofía tenía razón, pues estuvo entre ese gentío y en mis brazos cuando leímos el cuento y pudo ver que el Rey no tenía ropa ¡estaba calato!. Para Sofía, quien no tiene ropa, no es que tenga un traje invisible a los ojos de los comunes, sino que únicamente está calato y punto, pero en el cuento, a raíz de la expresión inocente de un niño se ve que el rey no tenía puesto nada en su cuerpo.
Para el niño del cuento el rey no tenía lo que todos decían que tenía puesto y así todos pudieron decir, sin temor a ser tomados por tontos o incompetentes, que el traje no existía; pero para Sofía, desde otra perspectiva, ese no era el punto, es decir, que el traje que todos por temor decían que existía no existía, sino que el rey estaba sencilla y francamente calato.
Estas dos perspectivas no son las mismas, me explico, si llegamos a la conclusión de afirmar que el traje que todos decían – aunque por temor – que el rey llevaba puesto no existe, estamos dejando de lado el temor de seguir con una falsa verdad; en cambio si decimos – como Sofía – el rey está calato, lo que en realidad estamos haciendo es decirle al rey su realidad y la verdad sobre él y no sobre lo que todo el mundo dice que tiene. Una cosa es decirle al rey no tienes ropa puesta y otra muy distinta es decirle “oye, rey estas calato”.
Hay una forma de gobernar que requiere rodearse de personas sumisas al gobernante, personas que sin ninguna capacidad de resistencia se limitan a cumplir a pie juntillas lo que diga el jefe o informarle sólo aquello que le sea grato al oído. Somos también proclives a presumir saber aquello que realmente ignoramos o que no conocemos al detalle, pero pese a ello nos mostramos como que lo sabemos, todo con el afán de evitar que nos crean tontos o incompetentes.
Cuánto es que hemos olvidado ser como el niño del cuento que no tiene el temor social de ser tomado por tonto o el temor profesional de ser llamado incompetente, sino que sin fingir dice la verdad desde la perspectiva de la inocencia, desde la ausencia de prejuicios o apariencias. El rey no tiene ropa.
Pero a través de ese cuento y desde la perspectiva de Sofía he aprendido, no la sinceridad de la inocencia que por tenerla a sus cuatro años Sofía la ejerce sin ningún reparo – que envidia –, sino a decir que, quien no tiene lo que dice tener o que dicen que tiene, o quien ostenta lo que no es, pese a que todos dicen que es, en realidad está calato física y espiritualmente.
Gracias Sofía por haberme hecho entender el cuento el “Traje nuevo del emperador” de Hans Christian Andersen e incluso a analizar que el nombre no refleja el verdadero sentido del cuento: una cosa es decir que el rey no tiene nada de lo que dicen que tenía puesto y, otra es saber que el rey está calato y decírselo sin reparo alguno.
Es tiempo de ser lo suficientemente inocentes para aprender – como los niños – aún las cosas que no sabemos y que el adulto pesado que llevamos dentro nos hace presumir saber; es tiempo de tener el valor de la sinceridad de la inocencia de los niños para expresarnos sin eufemismos, llamando al pan, pan y, al vino, vino; ya no hay más tiempo para decir que trabajamos cuando en realidad no lo hacemos con el rigor que debiéramos hacerlo; ya no es tiempo de atribuirle alguna cualidad a algo o a alguien cuando en realidad no la tiene. No creo que sea tiempo de entregar en concesión nuestra inocencia e hipotecar nuestra capacidad de indignación.
Hans Christian Andersen, acepta mis disculpas en nombre de Sofía, pero tu cuento pudo haberse llamado, de mejor manera y a la europea, “El rey desnudo” en lugar de “El traje nuevo del emperador” y porque para otro niño – como Sofía –, en mis brazos, lo renombró como “El rey calato”, así de simple.