miércoles, 8 de diciembre de 2021

El doctor Alipio, mi padre

Fernando Murillo Flores


Yo jugaba haciendo caminitos para mis carritos y camioncitos, estos iban empujados por mí a través de puentes y túneles hechos en la tierra del jardín de rosas, este tendría unos ocho metros cuadrados que estaba en el primer piso de la casa de San Andrés; durante mi niñez ese jardín, sus rosas, caminos y carritos serían mi pequeño universo.

En el primer piso, entrando a la casa, estaban los tres ambientes en los que mi padre, que era abogado, tenía su oficina, la placa que lo anunciaba aún está allí, al lado superior derecho del portón de la casa 486.

Recuerdo que mi padre se levantaba temprano, abría su oficina empezando por retirar un candado de la primera puerta, ingresaba a la sala de espera, prendía la luz, luego pasaba por el pasillo a su Despacho, para luego abrir la segunda puerta que daba al patio, frente a mi pequeño universo, y cerrar la mampara. Así empezaba su día.

Mientras jugaba en el jardín, distraía mi mirada hacia la puerta de calle, y veía entrar continuamente a muchas personas e ingresar a la sala de espera para ser atendidas por el doctor Alipio, así se llamaba mi padre.

Muchas veces escuché bromas y risas entre tanto problema que seguro se discutía en ese despacho; también escuchaba, casi siempre que mi padre alzaba la voz para hacer recomendaciones a sus clientes y en otras ocasiones salía con ellos hacia el patio para dar instrucciones y consejos antes de salir a comparendos, audiencias y diligencias, palabras cuyo real significado recién entendí cuando estudie derecho; soy el último de seis hermanos, el mayor también es abogado.

No en pocas ocasiones vi clientes muy afligidos, preocupados, tristes por los problemas legales que los aquejaban; también muchas veces vi felicidad cuando mi padre les comunicaba una buena noticia del juzgado y de unas salas, - ya nos notificaron, decía mi padre; - salió la sentencia… ganamos, decía en otras ocasiones cuando luego de marcar el viejo teléfono negro el cliente le contestaba del otro lado de la línea, aún recuerdo el número de ese teléfono: 2187; ese teléfono sonaba mucho y mi padre siempre contestaba.

Había días en los que mi padre no salía de su oficina y sentía el golpe de las teclas imprimiendo letras en el papel sellado, de seguro estaba haciendo demandas, denuncias, contestaciones, absolviendo traslados etc.; otros días mi padre entraba y salía siempre acompañado de clientes cuál séquito de preocupados y tensos, pues el Palacio de Justicia quedaba a tres cuadras de la casa de San Andrés, ya sea que se tomase la ruta de San Andrés hasta la calle Ayacucho y de allí a la derecha hasta la avenida Sol, o la otra que era Puente del Rosario hacia la avenida sol y de allí dos cuadra arriba; al final de esas rutas estaba hace tanto tiempo como hasta ahora el Palacio de Justicia, quien podría haber imaginado que el niño de 5 años que escribe estas líneas trabajaría en él como Juez Superior, el hijo del abogado Alipio Murillo Martínez, el nieto del abogado Miguel Ángel Flores Fernández y bisnieto de otro abogado, Justo Zenón Ochoa Guevara.

Luego de la jornada de mi padre, venía el almuerzo en la mesa grande de la cocina, la mesa aún está ahí, recuerdo que cada hermano tenía un color determinado de platos, los míos eran color verde, a la mesa casi siempre no éramos menos de diez y a la una de la tarde. Por la tarde mi padre continuaba trabajando en su oficina, seguía recibiendo clientes y se quedaba a redactar sus documentos, hasta casi las cinco o más de la tarde ya de noche, luego cerraba su oficina y lo último que se escuchaba era el sonido de metal del candado, antes que empezara a subir al segundo piso de la casa de San Andrés.

Siempre lo recuerdo sentado frente al televisor Phillips, viendo algo que le causaba mucha risa, lo que veía era esa magnifica serie “Tres patines”, protagonizada por Leopoldo Augusto Fernández Salgado “cosa más grande de la vida chico” en los que aquél siempre era llevado a los estrados judiciales a responder ante una serie de acusaciones. En recuerdo a mí padre veo algunos de esos capítulos en youtube.

Un día mi padre tenía una diligencia fuera de la ciudad, debía viajar hacia el sur, como era de costumbre el cliente ponía la movilidad, volvería por la tarde. Esta vez no estaba en el jardín, estaba jugando en la terraza del segundo piso, nadie lo escucho llegar por la tarde, entró por el portón, se había detenido a la mitad de las gradas, creo que hasta allí le alcanzo la fuera, y sí se escuchó que a media voz dijo – Elena… salimos a su encuentro y lo vi ahí parado con la mano derecha en la baranda de las gradas, algo no estaba bien en él, su traje, el vestía muy elegante, estaba sucio, roto y no tenía sus lentes, se habían roto y él quedó así de maltrecho y muy magullado luego de que, lo contó después, el auto en el que volvía de la diligencia se había volcado en la carretera y alguien lo trajo a casa; el chofer luego del accidente se había dado a la fuga pues de seguro pensó que el doctor había muerto y huyó del lugar.

¡Todo el revuelo que se armó en la casa¡ Elena, así se llama mi madre y maestra, luego de acudirlo y ayudarlo a ponerse a descansar en la cama, contó algo de lo sucedido y dijo que nos tranquilizáramos, - había que denunciar el hecho, – no, dijo; - pero esto no puede quedar así debemos buscar al responsable – no, dijo. Bueno, mi padre era el abogado y había que hacerle caso. En esos tiempos así era.

Era un domingo luego del día de semana en el que pasó el accidente, mi padre estaba tomando sol en uno de los cuatro corredores del segundo piso, mientras llegaban sus nuevos lentes usaba los rotos; alguien tocó el portón de madera en el 486 de la calle San Andrés, algún empleado abrió la puerta e ingresó, luego de preguntar por mi padre, un joven asustado y tembloroso, vio a mí padre en segundo piso y subió corriendo, mi padre estaba con sus lentes acomodados pues estaba el marco quebrado y alcanzó a reconocer en ese joven al conductor del auto que se había volcado y que lo había abandonado creyéndolo muerto, al llegar frente a mi padre se arrodilló y en voz alta y sollozando decía – perdóneme doctor, - perdóneme doctor… perdóneme.

Yo estaba frente a los dos, agarrado a los barrotes del corredor, mi padre estaba parado con una bata crema, de pie, aún en pijama y sandalias, el joven arrodillado y con las manos juntas rogando perdón; en ese momento, en ese instante vi algo que jamás olvido y que siempre recuerdo. Mi padre le dijo – levántate, y con sus dos manos ayudó al muchacho a levantarse y luego poner su mano derecha encima del hombro izquierdo y decirle que - no es necesario, sólo te pido que me ayudes a arreglar mis lentes, no ha pasado nada… y le mostró los lentes rotos.

En ese instante pude ver el miedo, el arrepentimiento, el dolor de no haber hecho lo correcto en una encrucijada, pude ver la necesidad de pedir perdón, pero en ese instante también pude ver en mi padre el perdón inmediato, la ausencia de cólera y rencor; en ese momento no lo vi así como ahora que lo recuerdo y doy testimonio de lo sucedido, sólo le dijo al muchacho ayúdame a arreglar mis lentes, ahora siento que fue una forma de decirle que a Dios gracias no le había pasado algo grave y que todo el daño material se había reducido al valor de unos lentes quebrados. Así el muchacho se retiró sin un peso en la conciencia, aliviado de que no sucedió lo peor y, sobre todo llevándose en el corazón el perdón de mi padre y de seguro un eterno agradecimiento. Muchas veces mis hermanos lo vieron después, seguía haciendo servicio de taxi, yo mismo lo habré visto unas tres o cuatro veces.

Esa escena está impregnada en mí y para siempre, no puedo retirarla de mi memoria, no sé cuánto influyó en mí todo eso que sucedió ante mis ojos, los cierro y ahí está la escena, muchas veces me he visto realmente de uno u otro lado de la misma, para determinar qué es lo bueno y lo malo.

Así la vida continuo, un año fui desprendido del jardín y de mis juegos, de mi canasta llena de carros y fui vestido de gris y llevado a un inmenso colegio, el Salesiano, no quería quedarme en él, así uniformado, cerrado en un aula con niños que no conocía y en los que se nos daba instrucciones a granel; recuerdo a mi hermana Maly quedándose en el colegio y mirándome por la ventana para que me tranquilice y no lloré, así estuvimos un mes, luego y después de todo el colegio no fue tan malo.

Me llevaban al colegio en el carro de papá, en el Dodge, modelo Polara; de San Andrés hacia arriba hasta Santa Teresa, luego a Saphy y hasta el fondo para luego doblar a la derecha y llegar al Salesiano, era el último de los hermanos en estudiar allí. Un día de esos, todos estaban sentados a la mesa prestos a almorzar hasta que alguien se percató que el Benjamín de la familia no estaba, me cuentan que Alipio empezó a preguntar quién debía recogerme y fue uno de esos días en el que le dijeron tú, en el que todos pensaron que todos me buscarían en el Colegio y en realidad nadie se ocupó de mí; me cuentan que salieron en distintas rutas hacia el Salesiano, entre tanto yo, con los ojos húmedos vi como el Colegio se iba quedando vacío y nadie vino por mí; entonces tomé la determinación de echarme a andar recorriendo la ruta a la inversa, pero a pie y con un maletín de cuero realmente pesado, fue mi hermano Pompo quien me halló a tres cuadras de mi casa en San Andrés, en la esquina de Quera con San Bernardo, sentado en una grada de un portón que aún está ahí y que por unos minutos fue mío; cada vez que paso por allí veo un niño con el cabello largo, vestido con el uniforme único escolar, pero con chompa tejida por la mamá y una gran insignia pegada en el lado izquierdo del pecho, con bordes dorados que dice “Salesiano”     

No sé cuánto tiempo después, entonces tenía nueve años, estaba en Lima, en la casa de mi tío David, hermano mayor de mi madre, cuando ella y yo quedamos solos, en la noche del 18 de diciembre de 1975, mi madre sentada en la cama, me atrajo hacia ella y me dijo tu papá ha muerto, ya no tienes papá. Desde entonces, ya nadie contestó el número 2187, lo sé porque muchas veces yo marqué ese número; ya nadie atendió en la oficina de la Casa de San Andrés número 486, desde entonces ya nadie juega en el jardín, desde entonces no sé lo que se siente fallarle a un padre o hacer que se sienta orgulloso de uno. No lo sé.